EL
VIAJE
Había pasado
mucho tiempo desde la última vez que nos vimos y en esta ocasión, accediendo a
un viejo deseo suyo, le dije:
- Está bien, por una
vez me voy a dejar llevar, pero solo por una vez, que lo sepas.
Y respondiendo a una necesidad interior desconocida pero
intensa, cogí la maleta de porcelana,
metí en ella el vestido de color cereza
con lacitos verdes, el pijama de pulpa de caqui
y el abrigo de piel de melocotón. Me hice esos dos moñitos que tanto me
favorecen y me dispuse a ser transportada a cualquier sitio del planeta o de fuera de él.
Cuando
llegamos era ya de noche y casi nada se veía. La luz sonrosada de alguna farola
apenas dejaba entrever la puerta por la que tendríamos que acceder al recinto
donde íbamos a pernoctar. Un rumor de música amorosa llenaba las calles y un vaivén
sinuoso me transportaba, sin yo quererlo, a tiempos en los que bailaba la danza
de la vida sin darme cuenta. Tomamos un agradable tentempié de frutos del mar
en un comedor montado con liviana exquisitez y nos fuimos a dormir.
A la mañana
siguiente, tras haber pasado una noche en el estado más similar al coma que se
pueda imaginar, abrí la ventana y quedé sobrecogida por el espectáculo que ante
mis ojos se mostraba. Los peces fosforescentes se habían hecho con las calles
y, al recorrerlas, una sinfonía de destellos de luz iridiscente se expandía por
doquier. Había también ranas, y anguilas, pero estas se limitaban a danzar al
son de aquella luz sin romper la magia que todo lo llenaba. Frente a mí unas
luciérnagas se ocupaban de dar vida a un cartel publicitario que decía:
- “Venecia inundada: El mejor espectáculo del mundo. ¡Sueña!”
Marlén
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