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domingo, 21 de julio de 2013

EL VIAJE



          Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos y en esta ocasión, accediendo a un viejo deseo suyo, le dije:
-  Está bien, por una vez me voy a dejar llevar, pero solo por una vez, que lo sepas.
Y respondiendo a una necesidad interior desconocida pero intensa, cogí la  maleta de porcelana, metí en ella  el vestido de color cereza con lacitos verdes, el pijama de pulpa de caqui  y el abrigo de piel de melocotón. Me hice esos dos moñitos que tanto me favorecen y me dispuse a ser transportada a cualquier sitio del  planeta o de fuera de él.
          Cuando llegamos era ya de noche y casi nada se veía. La luz sonrosada de alguna farola apenas dejaba entrever la puerta por la que tendríamos que acceder al recinto donde íbamos a pernoctar. Un rumor de música amorosa llenaba las calles y un vaivén sinuoso me transportaba, sin yo quererlo, a tiempos en los que bailaba la danza de la vida sin darme cuenta. Tomamos un agradable tentempié de frutos del mar en un comedor montado con liviana exquisitez y nos fuimos a dormir.
           A la mañana siguiente, tras haber pasado una noche en el estado más similar al coma que se pueda imaginar, abrí la ventana y quedé sobrecogida por el espectáculo que ante mis ojos se mostraba. Los peces fosforescentes se habían hecho con las calles y, al recorrerlas, una sinfonía de destellos de luz iridiscente se expandía por doquier. Había también ranas, y anguilas, pero estas se limitaban a danzar al son de aquella luz sin romper la magia que todo lo llenaba. Frente a mí unas luciérnagas se ocupaban de dar vida a un cartel publicitario que decía:
- “Venecia inundada: El mejor espectáculo del mundo. ¡Sueña!”
                             
                                                                                   


                                          Marlén                                            


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